abril 19, 2006

Luz

Dormida. Soñé con vino blanco y vino tinto. Yo tomaba vino blanco en una botella larga y delgada, y Él -mi personaje de turno- tomaba vino tinto en una botella más bien gorda y chata, pero le quedaba menos vino del que yo aún tenía en mi botella. Yo tenía puesto un vestido de color amarillo pollito largo, de tela suave y liviana, y Él estaba vestido de camisa y pantalón blancos de tela suave y liviana también (debo aclarar que para la ropa odio el amarillo y me encanta el blanco). Era una tarde de temperatura agradable y estábamos en una fiesta en la casa de unos amigos míos, que en la vida real no conozco; al fondo sonaba música suave de una época vieja (no sé qué era, sólo sé que era en otra época), y yo quería bailar. Todo se veía como cuando en las películas gringas nos muestran a los latinos: una luz amarilla intensa, como del sol del fin de la tarde cuando uno está en un pueblo de tierra caliente, mucho color, trago, fiesta, gente, abrazos, besos... Y sí, Él me abrazaba y yo estaba un poco libidinosa. No sé qué más pasó, espero que todo haya seguido su curso. Sueño medio pendejo.

Supongo que ahí terminó pues no recuerdo nada más (esto no pretende ser un relato erótico). Y lo cuento porque hoy quiero escribir de Él. No somos nada, o más bien no sé qué somos. No sé si sea mejor así, o si lo mejor es acercarnos o alejarnos definitivamente. Tampoco sé qué quiero, no sé si quiero estar cerca o lejos del todo, o solo un poco de las dos a ratos. Me gusta, me interesa, me atrae. Y vuelve la bendita química, pues hay mucha. Pero también hay afecto, y mucho.

Este es uno de esos momentos en que yo, como quien cree en una existencia superior a la humana (cualquiera sea su nombre y el de sus secuaces) espero luces que me digan qué hacer, pistas que me guíen en la eterna búsqueda de la felicidad en este planeta. Pero no hay ninguna luz, ninguna pista. Sólo química y afecto.

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